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Estos fragmentos están tomados del libro de Diógenes de Laercio, y muestran algunas opiniones paradigmáticas que ilustran el carácter de algunos de los cínicos antiguos más significativos.

Antístenes.

Cuando le preguntaron qué es lo que había aprendido de la filosofía, respondió: ser capaz de hablar conmigo mismo.

Al preguntarle qué cosa era lo mejor para los hombres, dijo: morir felices.

Decía que por todo equipaje se debería llevar sólo el que en caso de naufragio, pudiera nadar con él.

Las opiniones que más le gustaba repetir eran: que la arete se puede aprender. Que la arete es suficiente en si misma para la felicidad. Que el sabio es autosuficiente, pues también son suyos los bienes de los demás. Que el sabio no vive según las leyes establecidas, sino según su propia arete.

Diocles le atribuye también lo siguiente: para el sabio ninguna cosa le es extraña o imposible.

Es más útil pelear con pocos buenos contra muchos malos, que con muchos malos contra pocos buenos.

Hay que prestar atención a nuestros enemigos, porque son los primeros en descubrir nuestras debilidades.

La virtud del hombre y de la mujer son la misma.

 

Diógenes de Sinope.

Cuando Diógenes llegó a Atenas, quiso ser discípulo de Antístenes, pero fue rechazado, ya que éste no admitía discípulos, y ante su insistencia Antístenes le amenazó con su bastón, pero Diógenes le dijo: no hay un bastón lo bastante duro para que me aparte de ti, mientras piense que tengas algo que decir.

Cuando fue puesto a la venta como esclavo, le preguntaron qué era lo que sabía hacer, contestó "mandar, mira a ver si alguien quiere comprar un amo".

Cuando le invitaron a la lujosa mansión le advirtieron de no escupir en el suelo, acto seguido le escupió al dueño, diciendo que no había encontrado otro sitio más sucio.

Cuenta una anécdota que Alejandro Magno dijo en cierta ocasión, que de no haber sido Alejandro, le hubiera gustado ser Diógenes.

Argumentaba así: todo es de los dioses, los sabios son amigos de los dioses, los bienes de los amigos son comunes, por tanto todo le pertenece al sabio.

Una vez, que estaba tomando el sol, se paró frente a él Alejandro y le dijo: pídeme lo que quieras. Diógenes contestó: no me quites el sol.


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